TODOS MORIMOS PENANDO - TEXTO INSERTADO EN EL DISCO

Justo después de la guerra surgió en Génova, en el barrio de la Foce, una institución singular. Algunos chicos de la barriada decidieron crear una obra social en favor de los gatos vagabundos. Los recogían por las calles y los internaban, voluntariamente o a la fuerza, entre los restos de una casa bombardeada. Saqueando las despensas maternas y abastecían a sus huéspedes de todo tipo de alimentos y pronto, entre los escombros del improvisado asilo, surgió la más variopinta comunidad de gatos nunca vista.

El cabecilla de aquella institución era Fabrizio, que en aquella época logró la misma admiración incondicional de los gatos genoveses de la que hoy le otorgan los forofos de sus canciones.

La comparación es legítima, también porque esclarecer un aspecto de la personalidad del hombre Fabrizio, aclara muchas cosas sobre Fabrizio poeta. Los gatos vagabundos de ayer aún cantan en sus canciones, pobladas de criaturas derrotadas al margen de la sociedad; en ellas quiere reconocer, polémicamente, igual que a los animales hambrientos de su infancia, la dignidad humana que la gente bien les ha negado.

Su mundo poético está plagado de gatos que tienen hambre –de pan, de piedad, de amor–: desde «Michè» a «Bocca di ros», hasta la fauna nocturna de «La città vecchia» o de «Via del campo», a los negros de «Spiritual» que continúan esperando que Dios se acuerde de ellos, al suicida de «Preghiera in gennaio», a los protagonistas de «La ballata dell’eroe», de «La guerra di Pietro», o de «La ballata dell’amore cieco».

Los hombre necesitan la misma piedad que los gatos vagabundos, quiere decirnos Fabrizio. Y para decírnoslo, para escribir esta cantata que es, sobre todo, una galería de personajes, un amplio mosaico sobre la soledad y la infelicidad del hombre, ha recogido todas las revelaciones, las angustias, los temores de sus canciones anteriores. De nuevo Fabrizio ha dado la palabra a estos gatos vagabundos, para que la gente comprenda y extraiga las consecuencias. Por ello, «Tutti morirono a stento» es un mensaje de amor desesperado para todos los desheredados a quien una especie de muerte moral impide recuperar el gusto perdido por la vida.

Y es la muerte, –como negación de la vida, esto es, de la dignidad, de la felicidad, de todo lo que los antiguos incluían en la palabra «humanitas»–, la que pone los cimientos inquietantes de esta cantata, un políptico que alinea todo el triste catálogo de una humanidad desamparada: toxicómanos, colgados, niños enloquecidos por los juegos prohibidos de una guerra apocalíptica, adolescentes descarriladas, falsos papá Noel que buscan en el amor de niñas aún puras el escalofrío ya olvidado de la juventud. Sobre todos planea, en la doliente narración del autor, la conciencia del propio pecado y la imposibilidad de redimirse de él, el ansia de luz y tranquilidad que contrastan con la condena a la sombra y al tormento. Así, en el canto de los drogados (¿quién / y por qué me han puesto en el mundo / donde vivo mi muerte con un anticipo tremendo?) que en la euforia ilusoria del alucinógeno busca en vano el antídoto para el propio vacío interior: «He licenciado a Dios, / malgastado un amor / construyéndome un vacío / en mi alma, en mi interior…» y luego «Los arco iris de otros mundos / tienen colores que no sé / a la orilla de otros arroyos nacen flores que no tengo», imposible esperanza en una felicidad «más allá de los límites fronteras establecidos», más allá de la conciencia humana, más allá del «borde del infinito».

Así también en la amarga «Leyenda de Navidad», la historia del viejo rico que abusa de la inocencia de una niña para alejar de sí el espectro amenazante de la vejez: «Y llegó el invierno que marchita el color y un Papá Noel que hablaba de amor, / y de oro y de plata brillaban los dones / pero sus ojos eran fríos y no eran buenos…y mientras, hechizada, tú lo mirabas, / de la cabeza a los pies te quiso mirar».

En resumen, un mundo que repugna a la fría y aséptica moral de quien juzga antes de entender y compadecer –y esta es la moral de la mayoría–, pero sobre el que se inclina, compasivo, Fabrizio. Y a diferencia de la moral de la mayoría, su moral es siempre justificativa, nunca justiciera. Para él, todos tienen derecho a salvarse, «porque el infierno no existe / en el mundo del buen Dios».

Pero ¿cómo salvarse acaba revelándose imposible vengarse de la caducidad natural de las cosas y de los sentimientos? Es cierto que a la soledad puede también seguir el amor, que la primavera acaba sustituyendo al invierno. («Pero tú que vas, té te quedas: / el amor de nuevo / pasará cercano / en la estación del blanco espino»); pero otros inviernos se presentarán, también el amor se acabará: «Pero tú que estás ¿por qué te quedas? / Otro invierno volverá mañana / caerá otra nieve a consolar los campos, / caerá otra nieve sobre los camposantos».

En resumen, es la falta de piedad la que transforma nuestra vida en un largo camino de muerte. El tema surge en la «Ballata degli impicati», a los que no se les concede la posibilidad de redimirse, para los que «el precio fue la vida / por el mal de una sola hora»; o en el, «Marcondiro'ndero», una de las páginas más intensas y dramáticas de toda la cantata. En él se narra cómo, precisamente, la despiadada locura del hombre ha desencadenado la guerra atómica, y cómo la tierra ha resultado destruida. Únicamente los niños quedan vivos, continuando un absurdo corro que los lleva, gradualmente, a la locura. Y sobre todo ello planea una terrible admonición: « ¿quién nos salvará? ».

Por ello, quiere decirnos el autor, no hay esperanza en el hombre, sino en el amor que mata el odio, en la caridad que mata la codicia, los rencores y la injusticia. Tengan piedad los que estén en alto, los que tengan gloria, poder y riqueza. Tengan piedad de quien conoce el dolor y de quien conoce el error, para que para todos ellos –si lo quieren– se abra el camino del rescate. Que los poderosos recuerden que la felicidad no nace ni de la riqueza ni del poder, sino del placer de dar. Y que la muerte es remordimiento para quien no ha sabido abrirse, en vida, a la compasión. Para quien no ha sabido querer a los gatos vagabundos.