NOTAS A LA EDICIÓN DE 1967

Definir a un cantante es siempre difícil, pero aún lo es más cuando el cantante es Fabrizio de Andrè, un personaje esquivo, del que poco hablan los ecos mundanos ni los clamores de las portadas. Introvertido, y también, como cualquier ligur que se precie de serlo, quizás desconfiado en el primer contacto humano y totalmente dedicado a lo suyo, que es escribir canciones, y cantarlas, no importa que sea en una sala de grabación o entre las paredes de su casa, para el gran público o para cuatro amigos.

Lo que le interesa es cantarlas, para expresarse, para conocer, para transmitir sus propias impresiones. Hasta aquí: cualquier otra definición sería aleatoria y arbitraria, Es cierto que Fabrizio ha sido clasificado, y con cierta razón, como «cantante intelectual», como «el cantante que hace revivir al juglar medieval, el trovador provenzal». Y es seguramente también cierto que detrás de Fabrizio hay una cultura sólida, buenas lecturas, un diálogo con los poetas del pasado.

Como un pequeño juego podemos enumerar a Villon, a algunos «poetas de plaza» de la Francia anterior a Montaigne, o incluso a los más cercanos Beaudelaire, Verlaine, Rimbaud. Pero todo esto es marginal, aunque juegue su papel en la formación del mundo creativo de Fabrizio de Andrè. Por explicarlo mejor, si tomamos la canción Preghiera in Gennaio (quizás el ejemplo límite de la gama tonal de este cantautor): bastaría el inicio «Lascia che sia Fiorito / Signore il suo sentiero» («deja que esté florido, Señor su camino») o incluso algunas imágenes como «fate che giunga a Voi con le sue ossa stanche» («haz que llegue a Ti / con sus huesos cansados») para entender enseguida un cierto clima, un cierto trasfondo cultural. Para entender que también De Andrè –y sea dicho sin ánimo de comparaciones imposibles- se ha dejado tentar por la «rima flor / amor / la más antigua del mundo»(1).

Y luego está la música, tan popular, tan melódicamente cantable, tan de romance. Y esta no tiene nada de música de culto, de intelectual, de «trato con los poetas»; se evidencia otro aspecto de De Andrè, un aspecto hecho de apego a las más puras razones populares, verdadera y auténticamente populares, de la canción italiana. De modo que este ligur introvertido, cerrado, esquivo, llega a abrirse a un lirismo inmediato, mediterráneo, que puede también estar emparentado (y que no sorprenda la comparación) por un lado con la canción francesa de hoy –Brassens- y por otro con la napolitana del S XIX.

Pero de la escucha atenta de las canciones de este LP, tan diferentes entre ellas y tan parecidas, podemos deducir otros gustos y actitudes, propios de De Andrè. Inclinaciones sin duda alguna decadentes, con cierta deformación y sátira, humor propio de Boccaccio y picaresca («Via del Campo», «Carlo Martello», «Bocca di Rosa») que aparecen aquí y allá de improviso tanto en los versos como en la entonación de la voz. Voz que cambia y se moldea en cada situación que va cantando y contando, voz que se convierte en un instrumento, un medio no para justificar el «bel canto», sino para dar color y tono a la historia, a la fábula que en ese momento está contando.

Porque si es cierto que Fabrizio de Andrè, en sus canciones, aspira siempre a la realidad, a hechos ciertos o que podrían haberlo sido, es también cierto que este no es el punto de partida. El de llegada es la fábula, el hecho que se vuelve símbolo. Es cierto, el asunto tiene sus riesgos, sus límites, que por otro lado son los del esbozo. Pero cuando la operación tiene éxito, entonces se consiguen bellísimas canciones, como la celebérrima «Carlo Martello», o la recientísima «Bocca di Rosa», que «ponía el amor sobre cualquier cosa», canción que tiene el sabor de una balada popular con su misma marcha, alegre y feliz, de saltarello (2).

De vez en cuando, el tono de De Andrè se vuelve triste y amargo, casi malvado. Es el caso de la «Marcia Nuziale», una canción que tiene el sabor de una desesperada melancolía, como de una reivindicación caída en vacío, de un desafío perdido, con el chico y, ya mayor, que asiste a las bodas de sus padres, acompañándoles tocando «a pleno pulmón la armónica como si fuera un órgano de iglesia». O incluso la balada sobre la muerte, vista como la «extrema enemiga», una enemiga a la que «no sirve golpearla en el corazón / porque la muerte jamás muere». Los ejemplos podrían continuar, pero con estos ya son suficientes. Y puesto que la charla ya está resultando suficientemente larga, habrá que buscarle una conclusión plausible, como esta: en el fondo de toda canción de De Andrè, está siempre el hombre. El hombre con sus miserias y sus alegrías, con sus pocas victorias y sus muchas derrotas y, sobre todo, con su incansable necesidad de amor y esperanza.

Giuseppe Tarozzi

NOTAS A LA EDICIÓN DE 1970

Vía del Campo es una callejuela estrecha y tortuosa en el corazón de la Génova antigua. Forma parte de la red de callejones que, situados al abrigo del frente portuario, hacen torcer la nariz a la gente bien, pero gusta a los poetas.Es del gusto, por lo tanto, de Fabrizio, que ya en otras ocasiones ha cantado «el aire espeso cargado de sal, lleno de olores», que se une al hedor de la basura acumulada a lo largo de las aceras, al olor del vino y de humo que sale de las barcazas (a pocos pasos, al inicio de la calle, la sombra austera de una iglesia y la sede de la «Protección de la joven», parecen estar puestos allí a posta, con un cierto recochineo).

Hasta aquí llega a menudo Fabrizio, que a su manera es un poeta y como a tal, gusta descubrir el fondo de las cosas, el color auténtico de la realidad humana que está hecha de miseria, de tristeza, de esperas inútiles y de vanas promesas.

A Fabrizio siempre le ha gustado escudriñar al hombre, y también amarlo, en los momentos más amargos, en los momentos de fracaso de su historia. Que para él es la historia de metas anheladas pero tan a menudo no alcanzadas, metas frente a cuya evidencia se vuelve inútil la esperanza ilusoria y la rebelión de pigmeo de quien quisiera oponer la propia frágil voluntad a la gigantesca violencia del destino siempre dispuesto, este último, a disolver, haciendo borrón y cuenta nueva, los pobres fantasmas que dan color a los sueños del hombre con la luces de un imposible paraíso.

Por esto es por lo que no me ha extrañado –a la luz de los que ya había intuido en el afectuoso trato con el hombre y el artista- que Fabrizio haya compuesto, unido a un cierto estado de su parábola creativa, «Via del Campo». Que no es solamente una página de poesía muy amarga, sino, sobre todo, el retrato emblemático de una condición humana, la demostración de lo difícil –además de improductivo- que puede serel oficio de vivir.

En este marco viven los personajes de Fabrizio y se consuma su espera, que ya tiene en sí misma el germen de la nada. Así, la «graciosa» de «Via del Campo», la niña a cuyos pies nacen las flores, pero que «vende a todos la misma rosa», la puta que no podrá nunca ofrecer otra cosa más que un precario paraíso y, a fin de cuentas, el inútil encanto de un cuarto de hora. Así, el pobre «iluso» que viene a buscar entre el estiércol las flores de un imposible, absurdo, amor. Así, en el fondo, estamos todos. ¿Y entonces?

Quisiéramos creer, quisiéramos esperar. Pero ¿en qué?, y ¿en quién? Puede que en la oscuridad del corazón nazca la tentación de una oración. Pero ¿dónde está Dios?

«Dios del cielo, si me quieres amar, baja de las estrellas y venme a buscar…». Nosotros no sabemos identificar el límite que separa la sonrisa del llanto, indícanoslo Tu: «las llaves del cielo no te quiero robar / pero un momento de gloria me lo puedes regalar…»

Aquí vemos, finalmente, perfilarse la sombra de una esperanza.

Fe, si no en otra cosa, al menos en una justicia final que llegará a invertir las posiciones, castigando a quien ha disfrutado demasiado («quien bien condujo su vida, mal soportará su muerte»), liberando a quien ha sufrido demasiado: «marcharos no fue fatiga / porque la muerte fue vuestra amiga». Y el epílogo que el suicida de «Preghiera in Gennaio» elige como última alternativa al odio y a la ignorancia que envenenan la tierra: «Deja que esté florido, Señor, su camino…». No hay otra certeza, ni es lícito suponer otro remedio para nuestro mal de vivir: «Dios de misericordia, tu bello paraíso / lo has hecho sobre todo / para quien no sonríe / para los que han vivido / con la conciencia pura: el infierno existe solo para quien le tiene miedo».

¿Y antes? Decía Ungaretti: «La muerte se cuenta viviendo». Nadie se salva de esta ley, ni siquiera aquellos a quienes Fabrizio llama semidioses, los afortunados. Como aquel Carlos Martelo cuyo rango real no prohíbe a una fulanilla cualquiera exponerlo a un timo feroz; ni siquiera a los que, habiendo alcanzado a hombros de los demás una aleatoria felicidad, encontrarán su castigo cuando la muerte, «extrema enemiga», venga a recordarles «la infinita vanidad de todo».

A través de estas constantes, la meditación de Fabrizio nace y prosigue con frutos concretos, tanto más tangibles cuanto más directo –y sufrido- sea su enfrentamiento con la realidad. Y si a algunos puede parecer excesivamente amplio el espacio que Fabrizio concede a un pesimismo aparentemente destructivo, no se debe olvidar que este tiene sus raíces en un acto de amor hacia el Hombre, en el ansia por su salvación.

Cesare G. Romana

(1) De la poesía de Umberto Saba, Amai: deMediterranee, 1946 « Amai trite parole che non uno  / osava. M'incantò la rima fiore / amore, / la più antica, difficile del mondo /  Amai la verità che giace al fondo, /  quasi un sogno obliato, che il dolore / riscopre amica. Con paura il cuore / le si accosta, che più non l'abbandona. / Amo te che mi ascolti e la mia buona / carta lasciata al fine del mio gioco». 

(2) Baile popular típico de zonas de Italia central.